Sí, estaba asomada a esa ventana, con los ojos bien abiertos, curiosa e impaciente, buscando esa “cosita” que la mantuviera ahí, para no tener que moverse, hacía frio afuera y no había nadie más; calles vacías, árboles feos, lámparas… cuántas lámparas, feas también. En fin, ella estaba ahí; liviana, ausente, en silencio, pero buscando, siempre buscando.
Le habían dicho aquel día que es mentira, no existe tal cosa, no ha existido jamás, son solo cuentos, ficción, ¡pendejadas! Esa cosa, no es palpable, no es como la piel, ésa que se puede acariciar lentamente dibujando gotas de agua, que huele a sal, a ausencia, a tierra. Pero entonces ¿las palabras? ¿Estaban todas en la taza de café o en la olla de la sopa?, de pronto enterradas en una cajita o navegando ya muy lejos en un barco de esos de papel, ¡de mentiras!, como eso que no existe. Pero no me causa lástima, es bueno que llore y patalee y se revuelque en ese caldo de ideas confusas, tanta belleza ¡espanta!
Una niña, era una niña asustada, había pensado en empacar en la maleta el vestido azul y salir a caminar, abandonar las lámparas con complejo de estrellas. Pero, ¿y si se perdía al atravesar la puerta? ¡La razón! Que inoportuna cuando decide hacer la visita, no queda más que rascarse la cabeza el tiempo que sea necesario para sacudírsela toda como piojos, hasta que quede livianita otra vez. ¡Que cuentos esos de pensar!, sería bueno empacar el susto junto con ese vestido y esa ventana, abrir la puerta.
Me preguntabas por ella, ¿verdad?, pues sigue ahí parada al lado de la ventana, pero creo que dejó de buscar.
Alicia.
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