Recuerdo cuando le regalé esa vajilla de porcelana, Julia la cuidaba tanto que un día llegué a pensar que la amaba más que a mí, la guardaba en una repisa y la sacudía a diario, en las noches antes de acostarse, la miraba y se echaba la bendición como si fuera el mismísimo corazón de Jesús.
Era un vajilla tan común, tan simple, tan vajilla… no entiendo porque era tan importante, porque nunca pudimos saborear uno de esos sancochos o “sudaos” que tanto nos gustaban en uno de esos platos, siempre sacábamos los de plástico porque Julia decía que su vajilla sólo iba a ser usada cuándo la ocasión lo apremiara.
Cada vez más ancianos, cada vez mas inertes, cada vez más simples, cada vez había menos ocasiones importantes, la vajilla seguía exhibida pero no empolvada, porque ni siquiera el mal de Parkinson evitaba que mi querida Julia acariciara cada plato diariamente y me acariciara menos a mí.
Uno, dos, cuatro años y Julia ha muerto, me quedé solo, solos la vajilla y yo como al principio, como cuando la compré en aquel almacén, julia nunca probó bocado en estas porcelanas y hoy parece que la ocasión lo amerita, así que comeré fideos en platos sacudidos y bendecidos, ya que para julia el momento indicado era el día de su muerte.
Alicia.
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